Monday, September 04, 2017

Lo que no consume el fuego, el agua se lo lleva.



  Nadie me lo dijo, lo fui adivinando poco a poco. Miriam no tenía por hábito informar de ninguna novedad en la casa. Siempre anotaba con sumo cuidado los turnos para el uso común del baño y la lavadora, pero olvidaba participar  la llegada un nuevo inquilino; Esta vez su misterio tenía cuatro patas, una cola larga y rayas grises, y me provocaba repetidos estornudos cada vez que me encontraba en casa.
 Las personas no suelen  quedarse por mucho tiempo con Miriam, así que es costumbre ver entrar y salir gente cargando  maletas y cajas de cartón amarradas con mecates  no soy muy sociable así que tanto tránsito humano con el tiempo terminó por cansarme, mientras que ella siempre ansia tener compañía. La nueva inquilina me obligó a ajustar mis propias reglas de convivencia, después de todo soy el más antiguo. La habitación que ocupo es la más pequeña de las dos, en principio porque  no necesito mucho espacio,  la cama, una silla que heredé de Miriam, la cual enseguida adapté,  una mesita para la lámpara donde obligatoriamente apoyo el vaso de agua y los lentes de lectura, un closet de dos puertas que no llega a ocupar la pared, y he ido armando con toda la  dificultad de mis dedos cortos  alguna biblioteca,  para que los  libros que crecen como la menta en el balcón encuentren apoyo… Y casi lo olvido una escalerilla de metal roja  de dos tramos, que guardo celosamente tras la puerta y que me alcanza al mundo.

Miriam salió un sábado a comprar fruta a la feria  que se instala en la acera  y regresó con Mimí, una gata raquítica y desconfiada. No existió manera de hacerle entender a esta encantadora señora que no puedo vivir con una gata. No le importaron mis peticiones, mis  amenazas de irme y menos que menos mi alergia. Mimí se convirtió en la mascota y yo me hice adicto a cuanta medicina me calmara  . Se adueñó de la casa. Pasa rozando las piernas cuando quiere  mimos, emite unos quejidos graciosos para pedir comida o agua, Miriam se distrae de estas tareas, así que  si yo la escucho me compadezco  de ella y le llenó el plato, siempre que su comida esté a mano.  Maúlla como loca y araña la puerta a cualquier hora de la madrugada para que la dejen entrar o salir según sea el caso,  los demás inquilinos le abrían y dormían con ella, Mimí tenía prohibido entrar a mi habitación. Su lugar favorito en el día es la ventana. En ocasiones se desaparece, como toda buena gata se aburre de nosotros y se va de ronda.
Vivimos en un piso cuatro, lo que siempre me pareció más que adecuado, no me gustan los pisos altos, pero no sé como se las arregla Mimí para salir con esas alturas. Tengo mi rutina establecida,  por las mañanas salgo a caminar por la cuadra una media hora, regreso a bañarme y desayunar para dedicarme a la lectura. Alrededor de las cuatro ya estoy camino al trabajo, ataviado con camisa blanca y pantalón negro, me dedico a servir mesas y hacer sugerencias hasta la media noche. Luego regreso a casa a descansar hasta la siguiente jornada.
Hace dos años la mañana de navidad todo parecía en calma, regresé a mi habitación cerca de la once de la mañana,  había salido contra mi voluntad a comprar un libro, el día anterior  le comuniqué a mi familia, que no podría ir en Nochebuena; sorteamos a quien le tocaría el turno  de la tarde en el trabajo y  salí ganador, no se para qué me molesté en participar en el sorteo, mi suerte siempre ha sido contraria a mis deseos. Mi madre me recomendó que me comprara algo de su parte y eso había salido a hacer. Me senté en la silla del cuarto y comencé a hojear la antología del poeta Eugenio Montejo, en perfecta combinación con el azul limpio del cielo,  el aire impregnado de vapor de hojas de plátano y carnes asadas que viajaban desde las cocinas hasta  mi habitación. De vez en cuando una tempranera detonación de un fuego artificial rompía con la letra de algún aguinaldo lejano. Todo estaba en preparación, el tiempo parecía deliciosamente adormecido.
Tenía la casa para mí solo, libre de ruidos e interrupciones molestas.  Cerca del almuerzo pasé por la cocina con la intención de prepararme un sanduche, me quedaban un par de horas libres antes de comenzar  mi turno los cuales pensaba aprovechar al máximo. De camino a mi habitación  un intenso olor a quemado me inundo el olfato, “A Alguien se le quemó el pernil” pensé sin malicia, y aun así  di una ronda por el apartamento desierto, como si alguien ajeno a mí pudiera haber dejado encendido algo. Pasé cerca del balcón donde  Miriam veía televisión, por la puerta de los cuartos ahora vacíos, volví hasta la cocina, me incliné en el horno aún sabiendo que no lo había encendido, y fue en ese preciso instante al ponerme de pie que mis ojos divisaron una columna de humo negro, dispersándose mientras ascendía. Venía de los pisos de abajo no había duda, tomé las llaves y sin detenerme a razonar que era lo que se hacía primero  en estos casos, podía haber llamado a los bomberos, por ejemplo y  bajé las escaleras. 
_¿Qué ocurre?, ¿Llamaron a los bomberos?_ pregunté como si no fuera obvio, acercándome a la entrada, después de abrirme paso entre las vecinas que contemplaban la puerta. Con solo poner la mano sentía el calor intenso y el crepitar de las llamas devorando ya la madera por dentro.
Llegaron varias personas más uniéndose a la contemplación de la puerta, una bella muchacha con la cabeza llena de rizos, y unas sandalias anaranjadas me sonrió desde lejos. En alguna ocasión habíamos compartido el ascensor.
En eso, cuando ya estábamos listos para bajar, y yo pensando como iba a hacer para disimular lo mucho que me cuesta salvar cada escalón, llegó de la nada una de las dueñas del apartamento.
_Rosa, se quema tu casa_ anunció la vecina_ ¿Dejaste algo encendido? ¿El horno? ¿La plancha?._ la interrogaba sin tregua.
Rosa se llevó la mano a la boca, y todos los presentes pudimos sentir ese salto en el estómago cuando la realidad te supera, cuando lo único que quieres es que el tiempo vuelva  hacia atrás y enmendar lo que está errado. Antes de que dijera una sola palabra se dibujó en sus  manos temblorosas y en su rostro la respuesta:
 _ Dejé una vela encendida en el árbol de Navidad_ y lo siguiente fue un grito de terror_ ¿Y Pusy?¿Alguien lo ha visto? Alguien ha visto a mi gato? Es una gata rayada con gris_ ya no pudo decir más y comenzó a llorar descontroladamente.
Tardé menos de un segundo en comprender que Pusy no era otra que la misma Mimí, que vivía sin remordimientos una doble vida. Sin pensar mucho entré en el apartamento del frente y por la ventana pegada a la cocina, llamé a la gata hasta el cansancio, un maullido débil, apagado por las voces, los llantos y los gritos se dejó escuchar al reconocer mi voz. Ahora todos en el descanso del ascensor buscaban la manera de sacar a la gata de ahí.
_Yo puedo entrar por la ventana_ dije y recibí todas las miradas a la vez. No tardaron mucho en deliberar, no había nadie más indicado que yo. Rosa me agradeció repetidamente como en un trance, el fuego seguía su curso, hasta dónde sabíamos por la cantidad de humo el incendio estaba todavía en la sala, parecía imposible calcular como y en cuánto tiempo podía extenderse.
Me dieron un pañuelo mojado, y un banco para trepar hasta el balcón. El humo cubría ya la mitad de la cocina, un halo de calor intenso se sentía en la piel del brazo y la pierna pero no quemaban. Volví a realizar la acción de pasar la otra pierna y un brazo y rodear la columna de concreto con mi cuerpo, una vez en el pretil del balcón de la cocina, no me quedó más opción que lanzarme al piso, con un poco de suerte caí de pie, para salir debía buscar algo que me hiciera  las veces de escalón.
_ Mimí_ llame con los ojos picándome y lagrimeando por el humo, la escuché maullar en silabas cortas, como ahogadas y antes de que volviera a emitir sonido alguno la encontré hecha un ovillo, bajo el carrito de las verduras. La cargué sin esfuerzo, liviana de miedo, sus pupilas pasaron de reconocerme a esconderse, seguro de vergüenza, descubierta ante mi en sus andanzas. Dejé que viera una sonrisa para animarla. Mi prioridad ya había cambiado, buscaba algo donde subirme para alcanzar la ventana. Recordé las cientos de veces que escuche a mamá repetirme: Todo lo que necesitas en la vida es un escalón donde subirte.
Vi una ponchera grande  plástica, de esas para lavar ropa, la volteé, con una mano mientras con la otra sostenía a Mimí, la arrastré con los pies hasta la ventana, tosiendo, el humo se hizo más intenso en la cocina, ya se veían algunas llamas en el marco de la puerta. Subí a mi escalón improvisado, y asomado grité como pude, entre tanto humo él vecino se asomó lo suficiente para tomar a la gata, y yo impulsándome  volví a abrazar la columna de cemento, cuando llegué al balcón vecino,Rosa estaba en un rincón acariciando a Mimí, que para ella tenía ese otro nombre, el cual   ya no pude recordar, las sirenas de los bomberos sonaban a lo lejos, y la bella muchacha de los rizos me tomo de la mano, con ternura y admiración.
_ Ven, parece que los bomberos están perdidos, vamos a bajar a indicarles dónde es.

Media hora más tarde, todo lo que no consumió el fuego, se lo llevó el agua que salía de la manguera de los bomberos. Lo que sucedió después da para muchas historias, pero esta es mi favorita, la que le repito mil veces a mis hijos, la primera vez que me vi en los ojos de su mamá,  yo no era esa  persona de pequeña estatura que se escondía del mundo, en el reflejo estaba ese hombre decidido y valiente capaz de hacer lo necesario en el momento indicado.

Taller Imago Mundi 2013.
Silvia.

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