Nadie me lo dijo, lo fui
adivinando poco a poco. Miriam no tenía por hábito informar de ninguna novedad
en la casa. Siempre anotaba con sumo cuidado los turnos para el uso común del baño
y la lavadora, pero olvidaba participar la llegada un nuevo inquilino; Esta vez su
misterio tenía cuatro patas, una cola larga y rayas grises, y me provocaba
repetidos estornudos cada vez que me encontraba en casa.
Las personas no suelen quedarse por mucho tiempo con Miriam, así que es
costumbre ver entrar y salir gente cargando maletas y cajas de cartón amarradas con mecates
no soy muy sociable así que tanto tránsito
humano con el tiempo terminó por cansarme, mientras que ella siempre ansia tener
compañía. La nueva inquilina me obligó a ajustar mis propias reglas de
convivencia, después de todo soy el más antiguo. La habitación que ocupo es la
más pequeña de las dos, en principio porque
no necesito mucho espacio, la
cama, una silla que heredé de Miriam, la cual enseguida adapté, una mesita para la lámpara donde obligatoriamente
apoyo el vaso de agua y los lentes de lectura, un closet de dos puertas que no
llega a ocupar la pared, y he ido armando con toda la dificultad de mis dedos cortos alguna biblioteca, para que los libros que crecen como la menta en el balcón encuentren
apoyo… Y casi lo olvido una escalerilla de metal roja de dos tramos, que guardo celosamente tras la
puerta y que me alcanza al mundo.
Miriam salió un sábado a
comprar fruta a la feria que se instala
en la acera y regresó con Mimí, una gata
raquítica y desconfiada. No existió manera de hacerle entender a esta
encantadora señora que no puedo vivir con una gata. No le importaron mis
peticiones, mis amenazas de irme y menos
que menos mi alergia. Mimí se convirtió en la mascota y yo me hice adicto a cuanta
medicina me calmara . Se adueñó de la
casa. Pasa rozando las piernas cuando quiere
mimos, emite unos quejidos graciosos para pedir comida o agua, Miriam se
distrae de estas tareas, así que si yo
la escucho me compadezco de ella y le
llenó el plato, siempre que su comida esté a mano. Maúlla como loca y araña la puerta a
cualquier hora de la madrugada para que la dejen entrar o salir según sea el caso, los demás inquilinos le abrían y dormían con
ella, Mimí tenía prohibido entrar a mi habitación. Su lugar favorito en el día es
la ventana. En ocasiones se desaparece, como toda buena gata se aburre de
nosotros y se va de ronda.
Vivimos en un piso cuatro,
lo que siempre me pareció más que adecuado, no me gustan los pisos altos, pero
no sé como se las arregla Mimí para salir con esas alturas. Tengo mi rutina
establecida, por las mañanas salgo a
caminar por la cuadra una media hora, regreso a bañarme y desayunar para
dedicarme a la lectura. Alrededor de las cuatro ya estoy camino al trabajo, ataviado
con camisa blanca y pantalón negro, me dedico a servir mesas y hacer
sugerencias hasta la media noche. Luego regreso a casa a descansar hasta la
siguiente jornada.
Hace dos años la mañana de
navidad todo parecía en calma, regresé a mi habitación cerca de la once de la
mañana, había salido contra mi voluntad
a comprar un libro, el día anterior le
comuniqué a mi familia, que no podría ir en Nochebuena; sorteamos a quien le
tocaría el turno de la tarde en el
trabajo y salí ganador, no se para qué
me molesté en participar en el sorteo, mi suerte siempre ha sido contraria a
mis deseos. Mi madre me recomendó que me comprara algo de su parte y eso había
salido a hacer. Me senté en la silla del cuarto y comencé a hojear la antología
del poeta Eugenio Montejo, en perfecta combinación con el azul limpio del
cielo, el aire impregnado de vapor de
hojas de plátano y carnes asadas que viajaban desde las cocinas hasta mi habitación. De vez en cuando una tempranera
detonación de un fuego artificial rompía con la letra de algún aguinaldo lejano.
Todo estaba en preparación, el tiempo parecía deliciosamente adormecido.
Tenía la casa para mí solo,
libre de ruidos e interrupciones molestas. Cerca del almuerzo pasé por la cocina con la
intención de prepararme un sanduche, me quedaban un par de horas libres antes
de comenzar mi turno los cuales pensaba
aprovechar al máximo. De camino a mi habitación
un intenso olor a quemado me inundo el olfato, “A Alguien se le quemó el pernil” pensé sin malicia, y aun así di una ronda por el apartamento desierto,
como si alguien ajeno a mí pudiera haber dejado encendido algo. Pasé cerca del
balcón donde Miriam veía televisión, por
la puerta de los cuartos ahora vacíos, volví hasta la cocina, me incliné en el
horno aún sabiendo que no lo había encendido, y fue en ese preciso instante al
ponerme de pie que mis ojos divisaron una columna de humo negro, dispersándose
mientras ascendía. Venía de los pisos de abajo no había duda, tomé las llaves y
sin detenerme a razonar que era lo que se hacía primero en estos casos, podía haber llamado a los
bomberos, por ejemplo y bajé las
escaleras.
_¿Qué ocurre?, ¿Llamaron a
los bomberos?_ pregunté como si no fuera obvio, acercándome a la entrada,
después de abrirme paso entre las vecinas que contemplaban la puerta. Con solo
poner la mano sentía el calor intenso y el crepitar de las llamas devorando ya
la madera por dentro.
Llegaron varias personas más
uniéndose a la contemplación de la puerta, una bella muchacha con la cabeza
llena de rizos, y unas sandalias anaranjadas me sonrió desde lejos. En alguna
ocasión habíamos compartido el ascensor.
En eso, cuando ya estábamos
listos para bajar, y yo pensando como iba a hacer para disimular lo mucho que
me cuesta salvar cada escalón, llegó de la nada una de las dueñas del
apartamento.
_Rosa, se quema tu casa_
anunció la vecina_ ¿Dejaste algo encendido? ¿El horno? ¿La plancha?._ la
interrogaba sin tregua.
Rosa se llevó la mano a la
boca, y todos los presentes pudimos sentir ese salto en el estómago cuando la
realidad te supera, cuando lo único que quieres es que el tiempo vuelva hacia atrás y enmendar lo que está errado.
Antes de que dijera una sola palabra se dibujó en sus manos temblorosas y en su rostro la
respuesta:
_ Dejé una vela encendida en el árbol de
Navidad_ y lo siguiente fue un grito de terror_ ¿Y Pusy?¿Alguien lo ha visto?
Alguien ha visto a mi gato? Es una gata rayada con gris_ ya no pudo decir más y
comenzó a llorar descontroladamente.
Tardé menos de un segundo en
comprender que Pusy no era otra que la misma Mimí, que vivía sin remordimientos
una doble vida. Sin pensar mucho entré en el apartamento del frente y por la
ventana pegada a la cocina, llamé a la gata hasta el cansancio, un maullido
débil, apagado por las voces, los llantos y los gritos se dejó escuchar al
reconocer mi voz. Ahora todos en el descanso del ascensor buscaban la manera de
sacar a la gata de ahí.
_Yo puedo entrar por la
ventana_ dije y recibí todas las miradas a la vez. No tardaron mucho en
deliberar, no había nadie más indicado que yo. Rosa me agradeció repetidamente
como en un trance, el fuego seguía su curso, hasta dónde sabíamos por la
cantidad de humo el incendio estaba todavía en la sala, parecía imposible
calcular como y en cuánto tiempo podía extenderse.
Me dieron un pañuelo mojado,
y un banco para trepar hasta el balcón. El humo cubría ya la mitad de la
cocina, un halo de calor intenso se sentía en la piel del brazo y la pierna
pero no quemaban. Volví a realizar la acción de pasar la otra pierna y un brazo
y rodear la columna de concreto con mi cuerpo, una vez en el pretil del balcón
de la cocina, no me quedó más opción que lanzarme al piso, con un poco de
suerte caí de pie, para salir debía buscar algo que me hiciera las veces de escalón.
_ Mimí_ llame con los ojos
picándome y lagrimeando por el humo, la escuché maullar en silabas cortas, como
ahogadas y antes de que volviera a emitir sonido alguno la encontré hecha un
ovillo, bajo el carrito de las verduras. La cargué sin esfuerzo, liviana de
miedo, sus pupilas pasaron de reconocerme a esconderse, seguro de vergüenza, descubierta
ante mi en sus andanzas. Dejé que viera una sonrisa para animarla. Mi prioridad
ya había cambiado, buscaba algo donde subirme para alcanzar la ventana. Recordé
las cientos de veces que escuche a mamá repetirme: Todo lo que necesitas en la vida es un escalón donde subirte.
Vi una ponchera grande plástica, de esas para lavar ropa, la volteé,
con una mano mientras con la otra sostenía a Mimí, la arrastré con los pies
hasta la ventana, tosiendo, el humo se hizo más intenso en la cocina, ya se veían
algunas llamas en el marco de la puerta. Subí a mi escalón improvisado, y
asomado grité como pude, entre tanto humo él vecino se asomó lo suficiente para
tomar a la gata, y yo impulsándome volví
a abrazar la columna de cemento, cuando llegué al balcón vecino,Rosa estaba en
un rincón acariciando a Mimí, que para ella tenía ese otro nombre, el cual ya no
pude recordar, las sirenas de los bomberos sonaban a lo lejos, y la bella muchacha
de los rizos me tomo de la mano, con ternura y admiración.
_ Ven, parece que los
bomberos están perdidos, vamos a bajar a indicarles dónde es.
Media hora más tarde, todo
lo que no consumió el fuego, se lo llevó el agua que salía de la manguera de
los bomberos. Lo que sucedió después da para muchas historias, pero esta es mi
favorita, la que le repito mil veces a mis hijos, la primera vez que me vi en
los ojos de su mamá, yo no era esa persona de pequeña estatura que se escondía
del mundo, en el reflejo estaba ese hombre decidido y valiente capaz de hacer
lo necesario en el momento indicado.
Taller Imago Mundi 2013.
Silvia.