Wednesday, March 08, 2006




LA MONTAÑA



La montaña me llamó. Me gritó en el eco de las doce campanadas de año nuevo, con la voz retumbante de los barrancos, precipicios y vistas aéreas, con sonidos dulces de agua cristalina, con la firmeza de la roca, la constancia del viento y la voluntad de esa tierra milenaria sabia e inquebrantable.
Me llamó para que fuese a su encuentro, abrazase sus caminos y me descubriera el alma. Aquí_ me dijo_ habita la religión cualquiera que sea la tuya, la fe, el misterio, el espíritu y la magia, está por todos los caminos, la primera letra de cada palabra, la física, la química, el hilo de la vida, las ciencias en un laboratorio natural perfecto.
Desoí su voz, por no querer reconocerla y su silueta perfecta se me presentó cada mañana durante los tres primeros meses del año, todos los días de los noventa iba vestida diferente, para que me llegase el mensaje, pera que no me cansara de verla. Se vistió de algodones con las nubes un lunes, de luz con rayos de sol, consiguió un traje de gotas entre la lluvia un jueves, se tapó completa en una cortina de neblina que dejaba ver solo su voluptuosa silueta, vistió alguna vez una falda de smog y se maquillo de polvos de luna llena una vez cada mes. Cansada, decidió gritarme a ver si por fin iba a su encuentro para engullirme a su antojo y masticarme el verde de mis ideas perezosas.

Llego al fin una mañana de Marzo, un domingo cualquiera con la invitación ya clara y el animo necesario, vestí mis pantalones de jeans, saque el polvo y las telarañas a mis botas marrones, esas con suela antirresbalante y el peso muerto de un ancla, para no rodar por las laderas y tener el agarre de las cabras, las mismas que nunca han subido por allí.

Tembló mi espíritu, una vez, anticipando el encuentro con el camino, con cada piedra, cada rama, cada verde que surge milagrosamente alrededor. Camine despacio rodeando el asfalto, buscando la subida, conté los escalones de cemento, las barandas de rama de árbol, me encontré con el polvo, las raíces salientes, el camino apelmazado por miles de zapatos que pasaron antes que yo. Enseguida se me agita el pecho, me temblaron las fosas nasales y tome mas aire del que mi cuerpo necesita, se marea él estomago, se seca la garganta, y cuando tomé un poco de agua unas nauseas instantáneas me invadieron, me dio rabia ¿que cosa iba a vomitar? Si no desayune porque me sienta mal con el ejercicio y ahora estaba en las mismas. Baje la velocidad del paso, concentrada en sobrevivir a escasos metros de la ciudad, ya la vista cubría la altura de los techos de las casas y las primeras lejanías.
¿Para esto me llamabas? Pregunte con los labios secos. Pero seguí caminando, seguí hasta el sendero estrecho que envuelve con ramas y monte al caminante, deje atrás los jadeos, las quejas, los reproches, preste atención al camino, ese que se abría ante mí pasando de plano a empinado, de liso a rocoso. Deje que el verde anidara en mi pupila y se colara hasta el alma, coloreándolo todo, flotaron las ideas, nacieron y murieron las palabras sin conseguir el eco necesario, me dicte un sin numero de historias, en un sitio donde escaseaba el papel, mas no la materia prima del mismo, prometí retenerlas, pero se fueron diluyendo en los pasos, la montaña se encargo de eso, tapizo mis pasos de hojas caídas, lanzó algunas de color rojo encendido para alumbrarme la curiosidad y obligarme a reconocerlas en tierra a cada pequeño avance, cayó el mundo a mi alrededor, en un silencio envolvente quebrado por el débil sonido de una rama que cae, de un pájaro que trina, cuando la reconocí viva y en espíritu, sacudió con fuerza el viento para que Cientos, no, miles de hojas me saludaran a mi paso golpeándose furiosamente unas a otras en las copas de los árboles, atrapándome con el sonido que iba de murmullo a grito según la intensidad del soplido.
Descanse un momento en el camino mientras me esperaban y esperaba al resto del grupo. A mí alrededor note los troncos que me rodeaban quemados, desconchados y chamuscados, vino la imagen del bombero valiente preparándose para subir a una ladera en llamas, pasamontañas y casco, primero, una bombonita de agua a la espalda, para combatir las llamas. Medí mi altura con la del tronco quemado sin mediar palabra, me sobrepasaba en incontables palmos, sentí la piel de aquel hombre abrazándose, su pulso sujetando la manguera, sus botas clavadas firmes en el suelo que yo pisaba, medie la decisión derrotista y triste de dejar correr el fuego para cercarlo con palas y tierra mas adelante.
Seguí adelante con la certeza mañanera que el azul del cielo, lo verde de los matorrales eran solo un milagro momentáneo, cargue el luto de un instante en el que la realidad fue otra y se cubrió de ceniza.
Mas por estimulo que por propia voluntad avance hacia arriba, y llegando al mirador, pude apreciar los techos de los edificios al fin, distinguir las grandes construcciones y la autopista, entre un montón de monte molesto que tapaba parcialmente la vista, me pareció molesto ayer, desde mis zapatos, hoy desde los de la montaña celebro no haber visto tanto y recordar el verde ocultándolo todo, apoderándose de todo, enmarcándolo todo. El descenso fue sencillo, un rebote constante del cuerpo, amortiguado por rodillas y piernas, se me hizo largo en algunos tramos, aún mas que de subida. Llegamos casi abajo, tomamos el camino con las barandas de ramas de árbol, otra vez y entonces creí volver a oír el sacudir de las hojas por el viento, creí oír a la montaña despidiéndose con su ritual habitual pero demasiado tarde, ya se confundían los ruidos del camino con los crecientes rugidos de motores de la avenida Boyacá, los sonidos del cemento y el asfalto mezclados me devolvían a mi entorno, me alejaban de ella, añorando la despedida.


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